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Pureza de corazón según Agustín

Pureza de corazón en el De Trinitate


Por. P. Carlos Medina, OSA

La pureza de corazón es una necesidad humana porque el corazón humano está atrapado por varios deseos. Algunas más superficiales. Otros son más profundos. Algunos son temporales y otros duran más. Algunos deseos se alinean con lo que nos dará la verdadera felicidad y otros son engañosos. San Agustín escribe: Muchos son los deseos del corazón humano, pero la voluntad del Señor permanece eternamente(De Trinitate 15,38). ¡El eterno deseo de Dios somos nosotros! Todos anhelamos una felicidad ininterrumpida, pero trágicamente no todos deseamos la fe (De Trinity 4.6).


Por eso bienaventurada la persona que logra discernir en su corazón el deseo primordial de Dios. O para servir a Dios, o para estar con Dios. ¡O qué tal ambos! Piense en las hermanas de Lázaro, María y Marta (Lucas 10:38-42). Uno preparaba la comida y el otro escuchaba a Jesús. Creo que tenemos un poco de cada una de esas hermanas dentro de nosotras. Son hermanas porque servir a Dios es estar presente en el mundo para Él y sus deseos, que es un acto hermano de esperarlo en la quietud del corazón. Dios se complace con los que esperan de Él misericordia (Salmo 117) y Dios se complace con los que siguen Sus mandamientos.


El Salmo responsorial usado en la liturgia en la fiesta de San Agustín y también en otros días del año dice: Una cosa pido al Señor: habitar en la Casa del Señor y contemplar las delicias del Señor (Salmo 27:4). ¿Qué sería contemplar las delicias del Señor, sino deleites que nunca terminan y cuya intensidad siempre aumenta? La Casa señala en el pensamiento de Agustín el Cielo, donde seremos deleitosos y colmados de alegría. Nada en el cielo podría quitarnos esa alegría, ya que en esta tierra las alegrías siempre son vulnerables a terminar con la llegada de noticias malas y muy graves que podrían llegarnos en cualquier momento, pero esa posibilidad no sucederá en el cielo, porque en el cielo , lo que vemos en la tierra como malas noticias será visto a la luz del rostro de Dios, que no sólo nos tranquilizará, sino que no permitirá que la duda entre en nuestro corazón. Dios nos permitirá ver más allá de las limitaciones de nuestro estado actual, y la causa de nuestro gozo será infinitamente grande, es decir, Dios mismo.


En las Bienaventuranzas, Jesús dice que para alcanzar la visión de Dios se necesita un corazón puro. ¿Qué purifica el corazón? Según San Agustín en su obra Sobre la Trinidad, la fe y el amor purifican el corazón. Escribe: La visión es el premio de la fe, y es la fe la que purifica los corazones y hace alcanzable esta recompensa, como está escrito: Purificando por la fe sus corazones(Hechos 15: 9) < /em>(De Trinitate 1.17). Ser purificado por la fe significa vivir siempre en la verdad: ya que la fe trasciende la razón para conducirnos a la verdad revelada. La fe es como la luz que aleja de nosotros las tinieblas de nuestro intelecto, y también de las emociones nubladas, y nos permite ver la verdad: Escrito está: Dios es luz; pero no penséis que es esta luz la que los ojos contemplan, sino una luz que el corazón intuye cuando oye decir: Dios es verdadero (1 Jn 1:5) (De Trinitate 8.3).


Además de la fe, también es necesario el amor. Se ha dicho que amar al prójimo es la otra cara de la moneda del amor a Dios, y para amar de verdad, debido a la debilidad y falibilidad de nuestro amor, necesitamos recibir una fuerza mayor, es decir, la fuerza misma del Espíritu Santo: Amémosle, pues, y unámonos a Él mediante el amor que es derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado (Rom 5:5; De Trinitate 7.5) El amor se ve en las buenas obras: para alcanzar la pureza, debemos actuar con rectitud. (De Trinitate 1.31) Actuar con rectitud no es más que amar al prójimo como a uno mismo. De esta manera nuestro prójimo, y de hecho toda la creación, nos ayudan a preparar nuestro corazón para poder contemplar a Dios: es necesario purificar el corazón haciendo buen uso de todas las realidades que los ojos ven y la los oídos perciben. (De Trinity 3.26).


 
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